“Estando persuadido de esto, que el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo.”

(Filipenses 1: 6)

Dios no es como nosotros que acostumbramos a dejar las cosas a medias. Cuando El comienza una obra de salvación en una persona, El termina y perfecciona esa obra: “Estando persuadido de esto, que el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo.” (Filipenses 1: 6) Nada nos alienta tanto como la certeza de que, a pesar de las incertidumbres y dificultades de la vida, y sin importar cuántas derrotas espirituales pomos enfrentar, un día seré hecho perfecto.

Es fácil desanimarnos cuando nos fijamos en nuestras luchas con la carne e imperfecciones (y las de otros hermanos). Esos pecados no deben ser ignorados o arrinconados, pero tampoco se debemos permitir que opaquen la maravillosa realidad de la perfección futura de la iglesia y de cada creyente en particular, como lo garantiza la Palabra de Dios con tanta insistencia y claridad.

Jesús nos promete con toda solemnidad que “todo lo que el Padre me da, vendrá a mí; y al que a mí viene, no le echo fuera… Y esta es la voluntad del Padre, el que me envió: Que de todo lo que me diere, no pierda yo nada, sino que lo resucite en el día postrero” (Juan 6:37, 39). Más adelante Él reiteró esa promesa: “Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano” (Juan 10:27–28). El apóstol Pedro se gozó declarando: “Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según su grande misericordia nos hizo renacer para una esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo de los muertos, para una herencia incorruptible, incontaminada e inmarcesible, reservada en los cielos para vosotros, que sois guardados por el poder de Dios mediante la fe, para alcanzar la salvación que está preparada para ser manifestada en el tiempo postrero” (1 Pedro 1:3–5).

Recordar esa gloriosa verdad aleja la presión debilitante de la duda, y nos estimula al gozo triunfante, a la gratitud, y la seguridad. De ese modo, podemos vivir de manera más abundante y fructífera. El comentarista del siglo XIX F. B. Meyer escribió:

Vamos al taller del artista y allí encontramos pinturas inacabadas en grandes lienzos que sugieren grandes diseños, pero que fueron abandonadas, ya sea porque el genio era incapaz de terminar la obra, o porque la parálisis sepultó la obra de su mano. En cambio, cuando ingresamos al gran taller de Dios nada encontramos que lleve la marca del afán o la incapacidad para acabarla, y estamos seguros de que la obra que en su gracia ha comenzado, el brazo de su fuerza la completará.

Dios no tiene obras inacabadas. El Dios que salva es el mismo que justifica, santifica y glorifica. El Dios que empieza es el Dios que termina.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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