“Cuando a Dios haces promesa, no tardes en cumplirla; porque él no se complace en los insensatos. Cumple lo que prometes. Mejor es que no prometas, y no que prometas y no cumplas.” (Eclesiastés 5:4-5)
Las promesas que hacemos a Dios, él las toma muy seriamente. Y, en consecuencia, hacerlas tienen graves implicaciones. Por tal razón: “Cuando a Dios haces promesa, no tardes en cumplirla; porque él no se complace en los insensatos. Cumple lo que prometes. Mejor es que no prometas, y no que prometas y no cumplas.” (Eclesiastés 5:4-5). Ananías y Safira aprendieron una dura lección (Hechos 5:1-11) sobre hacer promesas a Dios y no cumplirlas. No prometas algo que tu naturaleza carnal te lleve a romper.
Con su atribulada juventud un joven caminaba por un campo de Alemania, cuando una terrible tempestad eléctrica cubrió el cielo. Un rayo le cayó a un árbol cercano, e instantáneamente el joven tomó eso como una señal de Dios. «¡Ayúdame!», gritó, «y me haré monje». Ese voto repentino cambió la vida de Martín Lutero.
Otro joven, un personaje de terrible reputación llamado John Newton, hizo una promesa similar a Dios en medio de una mortal tempestad en el mar. «Ayúdame», oró, «y cambiaré mi vida». De esa oración brotó una transformación gradual que llevó a Newton al ministerio y le hizo un himnólogo de clase mundial, autor de «Sublime gracia».
En ocasiones Dios usa todo tipo de crisis para ganar nuestra atención y para cambiar nuestra vida. Pero mucho cuidado con hacerle a Dios promesas a la ligera. La mayoría de nosotros somos más rápidos para hacer compromisos que para cumplirlos. Vivimos en una época de votos a medias y de promesas incumplidas. Alguien dijo que, si toda persona cumpliera las promesas que le hizo a Dios estando en un apuro, entonces África y Asia estarían llenas con millones de misioneros.
Regatear con Dios es extremadamente cuestionable y se debe evitar. Pero si te metes en ese compromiso, ni siquiera pienses en no cumplirlo, porque Dios no puede ser burlado. Salomón nos enseña que los juramentos o votos son serios. Son duraderos, y a los ojos de Dios, no están sujetos a revocaciones. Me encanta lo que dice David en los Salmos al pensar en un juramento que le hizo a Dios: “Entraré en tu casa con holocaustos; te pagaré mis votos, que pronunciaron mis labios y habló mi boca, cuando estaba angustiado.” (Salmo 66:13-14). No sabemos exactamente en qué clase de problema David estaba metido, pero fuera lo que haya sido, es evidente que Dios lo sacó de allí. Y en el proceso David le hizo un voto a Dios. Los votos no eran raros en el Antiguo Testamento, ni tampoco romperlos. De no haber sido así Salomón no hubiera advertido en su contra, ni Jesús habría hecho un comentario al respecto cuando puso en perspectiva espiritual lo que había llegado a ser una tradición de los fariseos en cuanto a la ley mosaica (Mateo 5:33-37). Pero David guardó el voto que le hizo a Dios.
Lo hemos visto en toda la historia de la iglesia. Una promesa a Dios, honrada por el que la hizo, glorifica el nombre de Dios. Pero una promesa en peligro de que se rompa es una idea que nos debe hacer estremecer con temor. En ese momento, cuando las llamas están ardiendo en la puerta, un voto viene fácilmente a los labios; pero mañana, cuando la lluvia fresca espanta de la memoria la calamidad, es muy fácil darle la espalda a Dios. Las implicaciones en el alma pueden ser peores que el peligro original que nos llevó a hacer esa promesa.
¿Mi consejo? Mantén tu boca cerrada cuando tu espalda está contra la pared, y mantén la fe en tu Dios. Luego sigue avanzando con esa fe. Ese es el único voto que en realidad él está buscando.