Por la fe habitó como extranjero en la tierra prometida como en tierra ajena, morando en tiendas con Isaac y Jacob, coherederos de la misma promesa; porque esperaba la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios.” (Hebreos 11:9-10).

Una pareja misionera estadounidense volvía a los Estados Unidos de América por barco después de varias décadas de servicio fiel en África. A bordo, junto con ellos, via­jaba un diplomático importante que recibió tratamiento de alfombra roja durante el viaje, mientras la pareja misionera simplemente estaba a un lado y contemplaba la fanfarria. A la llegada a la ciudad de Nueva York, una multitud y una banda se había reunido para recibir al político. Después de bajar por la pasarela, música y fuertes aplausos estallaron mientras su desfile motorizado se alejaba.

Después, calladamente, sin ninguna fanfarria, ninguna atención, ni música, la pareja misionera desembarcó tomados del brazo por la pasarela, dando sus primeros pasos en terreno estadounidense en más de treinta años. Después de algún silencio, el esposo se volvió a su esposa y le dijo: «Mi amor, no parece bien que después de todos estos años nadie venga a saludarnos, mientras aquel hombre recibe una recepción tan grandiosa». La esposa lo abrazó y gentilmente le recordó: «Pero, cariño, todavía no hemos llegado a la patria».

Abraham, como peregrino, estuvo dispuesto a dejar su tierra, sus amigos, sus negocios, su religión… todo: “Por la fe habitó como extranjero en la tierra prometida como en tierra ajena, morando en tiendas con Isaac y Jacob, coherederos de la misma promesa; porque esperaba la ciudad que tiene fundamentos, cuyo arquitecto y constructor es Dios.” (Hebreos 11:9-10). Debido a su esperanza impulsada por la fe, Abraham, como incontables santos del Antiguo Testa­mento, vivieron en este mundo como peregrinos. Noé, predicador de justicia y receptor de la gracia de Dios, no encajó en su mundo de constante perversidad (Hebreos 11:7; 2 Pedro 2:5). Moisés, también, vivió la vida de peregrino y extranjero. Nunca se sintió en su país en Egipto, en la tierra de Madián o en el desierto de Sinaí. Es más, Moisés le puso por nombre a su primer hijo «Gersón», que quiere decir «extranjero», recordatorio constante de que era «un extranjero en tierra extraña» (Éxodo 2:22). Como Noé y Abraham antes de él, Moisés también conocía demasiado bien que, como siervo de Dios, su principal ciudadanía no estaba en un reino terrenal, sino en el Reino de Dios.

Usted y yo como creyentes vivimos lejos de nuestra verdadera patria. Aunque somos residentes temporales de alguna nación en particular aquí en la tierra, somos ciudadanos eternos de otra tierra. Lo diré más claramente. Vivimos en medio de una cultura impía, rodeado por impíos, que abrazan una filosofía impía, una forma impía de vida, y una actitud impía hacia los creyentes. Pero Dios nos ha plantado aquí para que seamos embajadores de un reino diferente y conduzcamos a otros a una ciudad mejor cuyo arquitecto y constructor es Dios.

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