“Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados. Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros.”
(Isaías 53: 5-6)
Cada persona que es confrontada con el mensaje del evangelio se enfrenta a la sublime verdad de que Dios en Cristo ocupó su lugar en la cruz, el apóstol Pablo define el evangelio en pocas palabras: “ Porque primeramente os he enseñado lo que asimismo recibí: Que Cristo murió por nuestros pecados, conforme a las Escrituras; y que fue sepultado, y que resucitó al tercer día, conforme a las Escrituras” (1 Corintios 15: 3-4) Leamos nuevamente: “Cristo murió por nuestros pecados”. Dios, a través de Jesús, hizo lo que nosotros no podíamos hacer por nosotros mismos.
El profeta Isaías nos dice esto una y otra vez: “Mas él herido fue por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados; el castigo de nuestra paz fue sobre él, y por su llaga fuimos nosotros curados. Todos nosotros nos descarriamos como ovejas, cada cual se apartó por su camino; mas Jehová cargó en él el pecado de todos nosotros.” (Isaías 53: 5-6)
Lo repito ahora citando las palabras de John R. Stott: “La esencia del pecado es un hombre que se coloca en lugar de Dios, mientras que la esencia de la salvación es Dios que se coloca en el lugar del hombre. El hombre se declara contra Dios y se pone donde solo Dios merece estar. El hombre toma prerrogativas que pertenecen solamente a Dios; Dios acepta penalidades que solo pertenecen al hombre”. Esta es la gloriosa verdad de la sustitución. Me es imposible entenderla totalmente, pero por fe la recibo y me digo a mi mismo: “¡El lo hizo por mí, El tomó mi lugar!”
Hazlo tu también personal, Dios en Cristo se colocó en tu lugar, para llevar en si mismo lo que tu hubieras sufrido a causa de tu pecado, y para conquistar para ti lo que hubieras perdido eternamente.
Cuando recibimos esto, solo hay una forma en la que podemos permanecer ante Dios, en una actitud de permanente humildad, con el espíritu de rodillas y con un corazón del que brotan lágrimas de inmensa gratitud.
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