“Por tanto, mirad por vosotros, y por todo el rebaño en que el Espíritu Santo os ha puesto por obispos, para apacentar la iglesia del Señor, la cual él ganó por su propia sangre.”
(Hechos 20: 28)
“Porque ninguno de nosotros vive para sí, y ninguno muere para sí. Pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así pues, sea que vivamos, o que muramos, del Señor somos.” (Romanos 14:7-8)

Dios nos creo y también nos salvó, pertenecemos a Él. Somos su preciada posesión. Pablo encargó a los ancianos efesios: “Por tanto, mirad por vosotros, y por todo el rebaño en que el Espíritu Santo os ha puesto por obispos, para apacentar la iglesia del Señor, la cual él ganó por su propia sangre.” (Hechos 20: 28)

El es nuestro Señor y su señorío incluye todos los aspectos de nuestra vida. No debemos vivir para nosotros sino para El. Tampoco morimos por nosotros y para nosotros, sino para Él: “Porque ninguno de nosotros vive para sí, y ninguno muere para sí. Pues si vivimos, para el Señor vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así pues, sea que vivamos, o que muramos, del Señor somos.” (Romanos 14:7-8)

Nuestro problema no es que no sabemos esta verdad, sino que en ocasiones escogemos vivir como si no la conociéramos.

Una manera en la que manifestamos nuestro sometimiento al señorío de Cristo es en nuestras decisiones, esas pequeñas que tomamos todos los días y también aquellas de mayor envergadura que tomamos de vez en cuando. Sin embargo, todas ellas reflejan nuestras prioridades y el lugar que Dios ocupa en nosotros.

Todo lo que hagamos en esta vida debe estar sujeto al escrutinio y la aprobación de Cristo. Incluso en la muerte aspiramos glorificarle al ir a estar con Él. Siempre recordemos que le pertenecemos, tanto en vida como en muerte.

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