“Porque todos ofendemos muchas veces. Si alguno no ofende en palabra, éste es varón perfecto, capaz también de refrenar todo el cuerpo.”
(Santiago 3: 2)
Dijo Mark Twain: “La diferencia entre una palabra bien dicha y una palabra casi bien dicha es la diferencia entre el relámpago y la luciérnaga” El mal uso que damos a la lengua expone notoriamente nuestra imperfección humana: “Porque todos ofendemos muchas veces. Si alguno no ofende en palabra, éste es varón perfecto, capaz también de refrenar todo el cuerpo.” (Santiago 3: 2) ¡Todos ofenderemos! ¡Y lo hacemos muchas veces!
Esto neutraliza a aquel que se considera bueno, libre de pecado. En Proverbios hayamos esta pregunta: “¿Quién podrá decir: Yo he limpiado mi corazón, limpio estoy de mi pecado?” (Proverbios 20: 9)
Dijo el predicador: “Ciertamente no hay hombre justo en la tierra, que haga el bien y nunca peque.” (Eclesiastés 7: 20)
El apóstol Pablo fue lo suficientemente humilde para admitir: “No que lo haya alcanzado ya, ni que ya sea perfecto; sino que prosigo, por ver si logro asir aquello para lo cual fui también asido por Cristo Jesús.” (Filipenses 3: 12)
Ese varón perfecto, que no ofende en palabras, capaz de refrenar todo el cuerpo, no existe entre nosotros los mortales.
No tiene sentido excusar o esconder esa imperfección, el Señor la conoce. Solo cuando la aceptamos, viviremos dependiendo de Dios y estaremos más dispuestos a entregarle a El todas nuestras batallas internas. Confesemos a Dios esos fracasos que nos molestan y afectan, esas palabras imprudentes, esos arrebatos de cólera, ese persistente resentimiento contra alguien o la respuesta hiriente que dimos a otra persona. El pecado nos acosa, necesitamos la gracia divina, ella está disponible para gente imperfecta como nosotros.
Al conocer a Jesús, podemos por primera vez, emplear nuestra lengua de manera diferente a lo que nuestra naturaleza nos impulsa. Cuando sienta ese impulso carnal de hablar, es el mejor momento para callar. Jamás lamentará guardar silencio en momentos así; lo que no decimos en un momento de ira, no puede herir a otros. Solo el Espíritu de Dios hace posible que con nuestras palabras sanemos, levantemos y edifiquemos a los demás.
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