“Y entró el rey David y se puso delante de Jehová, y dijo: Señor Jehová, ¿quién soy yo, y qué es mi casa, para que tú me hayas traído hasta aquí?”
(2 Samuel 7: 18)
¿Por qué yo? ¿Por qué a mí? Estas son preguntas que escapan de manera natural de los labios de aquellos que hemos conocido a Dios. Los que hemos llegado a conocer del sacrificio de Jesucristo somos los más sorprendido por la inmerecida generosidad del amor de Dios ¡Cuánta gracia y misericordia para con nosotros!
Cuando Dios le hizo su gran promesa a David y sus descendientes, el se lleno de asombro y dijo: “Y entró el rey David y se puso delante de Jehová, y dijo: Señor Jehová, ¿quién soy yo, y qué es mi casa, para que tú me hayas traído hasta aquí?” (2 Samuel 7: 18) “Dios mío, ¿Por qué yo?”, se preguntó sorprendido David.
Todo el que es objeto de la gracia divina se hace la misma pregunta. Esta es la reacción sana y correcta ante la gracia de Dios. David también celebra ese amor incondicional con estas palabras: “Las misericordias de Jehová cantaré perpetuamente; de generación en generación haré notoria tu fidelidad con mi boca. Porque dije: Para siempre será edificada misericordia; en los cielos mismos afirmarás tu verdad. Hice pacto con mi escogido; juré a David mi siervo, diciendo: Para siempre confirmaré tu descendencia, y edificaré tu trono por todas las generaciones.” (Salmo 89: 1-4) Al experimentar la gracia y misericordia él se sentía profundamente agradecido a Dios.
Nunca podre comprender por qué Dios decidió amarme y manifestar gracia y misericordia a un pecador como yo, pero esto me impulsa a una gratitud sobrecogedora, purificadora, y refrescante. ¡Gracias Señor!

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