“Dice, pues, el Señor: Porque este pueblo se acerca a mí con su boca, y con sus labios me honra, pero su corazón está lejos de mí, y su temor de mí no es más que un mandamiento de hombres que les ha sido enseñado.”
(Isaías 29: 13)
Dios rechaza la hipocresía. A eso de intentar ser lo que uno no es, la Biblia consistente y enérgicamente lo condena. El Señor lamenta la hipocresía de su pueblo por boca del antiguo profeta hebreo, Isaías: “Dice, pues, el Señor: Porque este pueblo se acerca a mí con su boca, y con sus labios me honra, pero su corazón está lejos de mí, y su temor de mí no es más que un mandamiento de hombres que les ha sido enseñado.” (Isaías 29: 13)
Nuestro Dios es el mismo, no ha cambiado al respecto desde que estas palabras fueran proclamadas hace varios miles de años. A él le agrada la autenticidad y cuando sus hijos andamos en ella impactaremos positivamente a las personas sin Cristo. Por otro lado, nada hace más daño a la causa de Cristo que las actitudes, palabras y acciones hipócritas de gente que dice ser creyente. Alguien escribió: “Un cristiano es un hombre que se arrepiente el domingo por lo que hizo el sábado y volverá a hacer el lunes.” Qué triste imagen de un cristiano y a menudo es cierta.
El apóstol Pablo escribió a los creyentes de Roma con gran fervor al exhortarles a que “El amor sea sin fingimiento” (Romanos 12:9). Él instaba a la acción que iguale las palabras. El deseaba que se despojaran de los falsos ropajes de la religiosidad externa, y se los cambie por una fe autentica y vivificante.
El punto es este: asegurémonos de que nuestro amor sea genuino. Dejemos cualquier acto de hipocresía, recordemos que Dios conoce siempre nuestro interior.
Para ganar cualquier batalla personal hay que comenzar admitiendo el problema. Es entonces cuando el Espíritu Santo puede comenzar su obra de liberación para ponernos en el camino hacia una genuina y permanente libertad de la hipocresía. Es una batalla larga y brutal, pero con el poder divino es posible la victoria sobre ella.

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