Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes.”

(Santiago 4: 6b)

 El orgullo es una falla universal y letal. Es el pecado más particular y controlador en toda la miseria humana.

Lo único que prueba una persona inflada de orgullo es cuanto necesita cambiar y mejorar. La única razón por la cual el orgullo eleva a alguien, es para luego dejarlo caer. Por la soberbia Lucifer perdió el cielo, Nabucodonosor la razón, el reino Roboam, la salud Uzías y la vida a Aman.

El orgullo es un obstáculo que necesita ser removido antes que una persona se vuelva a Dios en necesidad: “El malo, por la altivez de su rostro, no busca a Dios; no hay Dios en ninguno de sus pensamientos.”(Salmo 10: 4)

Un individuo no puede ser salvo mientras se aferre a su orgullo, porque “Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes.” (Santiago 4: 6b). La gracia se derrama sobre los humildes. Solo aquellos con una humildad infantil están en condiciones de entrar al cielo: “Y llamando Jesús a un niño, lo puso en medio de ellos, y dijo: De cierto os digo, que si no os volvéis y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Así que, cualquiera que se humille como este niño, ése es el mayor en el reino de los cielos.” (Mateo 18: 2- 4)

Saqueo siendo un jefe de los publicanos y rico, se despojó de su orgullo subiendo a un árbol como un niño que deseaba ver a Jesús: “Habiendo entrado Jesús en Jericó, iba pasando por la ciudad. Y sucedió que un varón llamado Zaqueo, que era jefe de los publicanos, y rico, procuraba ver quién era Jesús; pero no podía a causa de la multitud, pues era pequeño de estatura. Y corriendo delante, subió a un árbol sicómoro para verle; porque había de pasar por allí.” (Lucas 19: 1-4) Este encuentro cambio su vida para siempre.

Son los pobres en espíritu, y no los orgullosos, quienes experimentan la fe salvadora: “Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos.” (Mateo 5: 3) El camino al cielo no lo encuentran los autosuficientes, sino los pobres en espíritu. Aquellos profundamente humildes para reconocer su bancarrota espiritual delante de Dios. Aquellos agudamente conscientes de su estado de perdición y carencia de esperanza fuera de la gracia divina.

Recordemos que muchas veces ese estado de pobreza de espíritu es el resultado de la mano poderosa de Dios moviéndose en las circunstancias que se entretejen en la vida de una persona. El soberano Dios sabe poner de rodillas a cualquier vida.

 

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