Todos los cristianos tenemos una gran lucha con la carne. No importa lo hermoso y alto que cantemos, ni lo piadoso que nos mostremos al orar. Cuando hablamos con otros no importa cuán espirituales sean nuestras expresiones, endulzadas con el “amen” o el “Dios te bendiga”. La realidad será la misma, la batalla con la carne persiste.
El apóstol Pablo con una total transparencia admitió: ” Porque sabemos que la ley es espiritual; mas yo soy carnal, vendido al pecado. Porque lo que hago, no lo entiendo; pues no hago lo que quiero, sino lo que aborrezco, eso hago.” (Romanos 7: 14- 15) Por eso siempre me siento tan cerca de este hombre cuando leo sus escritos inspirados. El fue tan humano como nosotros y no intentó esconderlo. Se necesita ser muy honesto para realizar semejante confesión, por eso fue un hombre tan grande y tan usado por Dios.
El también comparte su lucha con la vieja naturaleza pecaminosa en un intenso lamento y una pregunta cuya respuesta conoce muy bien: “¡Miserable de mi! ¿Quién me librara de este cuerpo de muerte?” (v.24) Luego sin titubear, el apóstol nos presenta la fuente de su victoria: “Gracias doy a Dios, por Jesucristo Señor nuestro.” (Romanos 7: 25a)
Así que, al igual que Pablo debemos ser lo suficientemente sinceros y humildes como para admitir la presencia del problema, ignorarlo es un grave error.
En un poema de Tennyson uno de sus personajes clama suspirando: “Oh, si un nuevo hombre se levantara dentro de mí, ¡para que el hombre que ahora soy dejara de existir!” Los cristianos podemos decir que en nuestro interior ya se ha levantado un nuevo hombre, pero también debemos confesar que la parte pecaminosa de nuestro viejo hombre no ha dejado de existir.
Solo tenemos una solución, vivir en una relación personal y de permanente sometimiento al Señorío de Jesucristo.